No resulta fácil ser espectadores de las primarias presidenciales americanas desde Argentina, no solo porque en la agenda política de Estados Unidos entran temas lejanos o inexistentes en la agenda política argentina como inmigración, medio oriente o política exterior sino por el alto voltaje de las discusiones entre los candidatos, estilo tan alejado de la onda propositiva, optimista y de los grandes consensos que dominó las campañas electorales argentinas en las elecciones presidenciales de 2007, 2011 y 2015.
Si bien las quejas y denuncias cruzadas acerca del estilo siempre emergen en Argentina en tiempos de competencia electoral, el electorado argentino no será nunca espectador de debates que involucran a un presidenciable con importantes chances, que se ajusta perfectamente a las condiciones del adagio Baglini (o Max Weber) y que, con una cobertura mediática sin rival en prime time, aparece en TV jactándose del tamaño de su miembro viril.
Sí, es muy poco probable.
Y no es poco probable porque sean originales de Estados Unidos los políticos pendencieros, Argentina también los tiene. Tampoco son singulares de Estados Unidos las condiciones sociales o económicas especialmente favorables para el ascenso de líderes políticos de perfil populista de derecha como Trump o las tendencias de teatralización de la política en los medios de comunicación que se están imponiendo actualmente en muchos países occidentales con abundancia de formatos de tipo espectáculo como los que vemos localmente en Intratables o Showmatch.
Es muy poco probable que podamos ver a un Trump en una puja electoral argentina por un motivo en especial: el sistema electoral americano.
Es muy poco probable que podamos ver a un Trump en una puja electoral argentina por un motivo en especial: el sistema electoral americano.
Las elecciones en Estados Unidos son elecciones donde votan en su mayoría partidarios intensos de uno u otro partido político que raramente cambian de preferencia y donde gravita muy al margen esa franja del electorado que un joven político argentino le llama la “ancha avenida del medio”.
La “ancha avenida del medio” en Estados Unidos es la gente que se queda en su casa o trabaja normalmente el día de la elección presidencial o que un político con una gran capacidad de seducción logra atraer en un porcentaje que puede hacer variar la participación electoral desde un 52% hasta casi un 62% de la población en condiciones de votar, tal como ocurrió en la elecciones americanas que consagraron a Obama en 2008 y, más lejos en el tiempo, a Kennedy en 1960.
Es decir, el principal ojo del político americano, sea Trump o el que fuere, está puesto en la movilización de los partidarios intensos, en el núcleo duro, mientras que el ojo auxiliar está puesto en algunos votos extra que puede aportar la “ancha avenida del medio”.
Por ello, el proceso electoral americano es por naturaleza una riña de gallos donde el público impresionable por el nivel de virulencia política debe abstenerse de encender la TV, donde los estilos y las propuestas se ponen blanco sobre negro y donde, en el extremo, se invitan a dirimir las diferencias entre los líderes políticos con métodos primitivos como los que sugiere Trump.
El proceso electoral americano es por naturaleza una riña de gallos donde el público impresionable por el nivel de virulencia política debe abstenerse de encender la TV.
Keep lightweight Marco and his friends out of the White House. #MakeAmericaGreatAgain #Trump2016 pic.twitter.com/hNkkRx66Hc
— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) 9 de marzo de 2016
Por el contrario, el proceso electoral argentino está hoy fuertemente determinado por un público más distante de una política partidaria ya de por sí con poca actividad, que no por ello debe ser catalogado de ninguna manera como “apolítico” o “sin ideología política” pero que no vive la política en clave proselitista republicana o demócrata como ocurre en Estados Unidos donde los dos partidos históricos, aún con una gravitación decreciente en los últimos años debido a la frustración de los americanos con su sistema político, pueden llegar a explicar por sí solos un piso del 60% de los resultados electorales.
Y digo un piso porque algunas estimaciones calculan un 27% adicional de votantes “independientes” cuya preferencia está intensamente determinada por su inclinación o simpatía previa hacia el Partido Demócrata o hacia el Partido Republicano.
Por lo tanto, hablaríamos en el caso americano de apenas un 13% de votantes cuya decisión no está fijada o moldeada previamente por la postura de uno de los dos grandes partidos políticos.
Haciendo números fríos, en las elecciones presidenciales de 2012 votaron 136 millones de los 235 millones de electores en condiciones de sufragar (58% de participación), de ese total de 136 millones de votos, podrían estimarse 61 millones como votos duros más simpatizantes del Partido Demócrata (un 45% del total) y 57 millones como votos duros más adherentes del Partido Republicano (un 42% del total), restando solamente esa franja del 13% de votos verdaderamente independientes de los grandes partidos políticos, unos 17 millones de votos que con el diario del lunes sabemos que fueron en mayor porcentaje para Obama que para Romney.
En resumen, el sistema electoral americano implica una dinámica muy diferente al caso argentino donde los partidos políticos funcionan como un filtro débil en el proceso de selección de nuevos líderes.
El sistema electoral americano implica una dinámica muy diferente al caso argentino donde los partidos políticos funcionan como un filtro débil en el proceso de selección de nuevos líderes.
Más aún, con la sanción de la ley de Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) en 2009, el sistema electoral argentino se convirtió prácticamente en un sistema de concurrencia sin escalas a las elecciones generales, donde el rol de los partidos políticos se limita a presentar un menú amplio o acotado de opciones donde la palabra final queda en manos del padrón universal de electores.
Ello es clave para entender la diferencia entre la mayoría de los líderes políticos americanos y los líderes políticos argentinos.
En tiempos electorales, Trump o Hillary antes que nada le hablan al núcleo duro o de simpatizantes del Partido Republicano o Demócrata, mientras que los líderes políticos argentinos le hablan al votante medio y buscan seducir a las grandes audiencias alejadas de los partidos políticos aplicando el principio aritmético de sumar y nunca dividir a través de consignas que generalmente involucran la palabra «todos” o “juntos”.
Dentro de este contexto áspero de las internas políticas americanas, Trump hoy está tensando la cuerda partidaria al máximo fijando un posicionamiento duro en temas sensibles y tabú como inmigración y terrorismo con el objetivo final de atraer votantes por doble vía: redefiniendo los viejos clivajes partidarios americanos que muestran visibles señales de desgaste y, en segundo término, capitalizar el descontento del votante con relación a ciertos iconos del poder político y financiero de Estados Unidos.
En el balance, Trump tiene las de perder, es cierto que Hillary Clinton no convence mucho a ciertas franjas del Partido Demócrata, el caso de los sectores más modernos o liberales por ejemplo, pero tampoco Trump seduce a los segmentos del Partido Republicano más jóvenes, moderados y orientados a los negocios con su postura aislacionista en política exterior, su xenofobia o sus ideas económicas populistas.
En el marco de un sistema político con lealtades partidarias tan firmes, difícilmente Trump consiga hacer una diferencia neta significativa en un escenario de migraciones partidarias cruzadas.
No veo factible en este sentido un batacazo de Trump apoyado sobre las estructuras partidarias tradicionales, aún estando debilitadas y con crecientes niveles de insatisfacción encima.
Donde sí Trump podría hacer una diferencia, no decisiva a priori, es por el lado de la variable de participación independiente, para ello debería forzar una elección con un nivel de participación récord histórico similar a Obama en 2008 o Kennedy en 1960, es decir que vote alrededor de un 62% del padrón con un plus trumpista de unos 8 millones de votantes muy descontentos con el sistema político y económico actual.
Sería un batacazo y los batacazos no se prevén. Suceden.
(*) Publicado en La Voz del Interior, 23 de marzo de 2016.